Permitir que internet lo invada todo en la infancia no es progreso: es una forma de abandono que hipotecará el futuro de esta generación si no se corrige a tiempo.
El acceso prematuro, constante y sin control a internet y a los dispositivos digitales está configurando una crisis de gran magnitud que afecta directamente al desarrollo emocional, cognitivo y físico de toda una generación. Ya no se trata simplemente de una cuestión de adaptación tecnológica o de hábitos de ocio, sino de un problema estructural que incide profundamente en la infancia y la adolescencia, dos etapas clave para la formación integral de la persona.
Los efectos negativos de esta exposición continua se manifiestan desde edades muy tempranas. El uso habitual de móviles y tabletas antes de los seis años impide que los menores adquieran habilidades fundamentales como la reflexión, la concentración, el pensamiento crítico o incluso la capacidad de tolerar la frustración. El desarrollo del lenguaje, de la empatía y de la autonomía emocional también se ve comprometido, ya que se sustituyen las interacciones reales por estímulos digitales inmediatos, repetitivos y pobres en contenido humano.
Una de las consecuencias más preocupantes es la afectación del sueño. Niños y adolescentes que se acuestan con el móvil y lo consultan durante la noche ven alterados sus ritmos circadianos, sufren fatiga crónica y se muestran más irritables, tristes o con menor rendimiento escolar. El descanso, esencial para el desarrollo del cerebro, queda fragmentado o directamente eliminado por la interferencia constante de notificaciones, redes sociales y contenidos sin límite. Además, se observa una pérdida de interés por actividades que antes formaban parte natural de la infancia: el juego físico, la lectura, el deporte o la conversación familiar.
Tampoco puede ignorarse el impacto a largo plazo. Cuando no se han desarrollado en la infancia capacidades como la autorregulación, la atención sostenida o la gestión emocional, es mucho más difícil adquirirlas en la edad adulta. La dependencia de los dispositivos, que se consolida desde los primeros años de vida, deja huella en las conexiones neuronales y moldea una forma de estar en el mundo basada en la inmediatez, la distracción constante y la superficialidad.
Estamos, por tanto, ante una generación que corre el riesgo de crecer desconectada de su propio cuerpo, de sus emociones y de los demás. El problema no radica únicamente en el contenido al que se accede, sino en el tiempo y la manera en que se consume. Resulta especialmente grave que muchos adolescentes pasen el día entero con el teléfono en la mano, sustituyendo el contacto humano por interacciones digitales que no ofrecen la misma calidad emocional ni cognitiva.
No se trata de demonizar la tecnología, sino de asumir con responsabilidad la necesidad de poner límites y de recuperar espacios de conexión humana reales. Es urgente que las familias, las escuelas y las instituciones tomen conciencia de la magnitud del problema y actúen con coherencia, ofreciendo alternativas que devuelvan a los niños la posibilidad de crecer con atención plena, afecto presencial y experiencias significativas. Permitir que internet lo invada todo en la infancia no es progreso: es una forma de abandono que hipotecará el futuro de esta generación si no se corrige a tiempo.
Autor: José Manuel López Viñuela


